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Economía y agua

  • Economía y agua

Los primeros asentamientos humanos, es decir, la transición del paleolítico al neolítico, tuvieron que ver con el agua. De la misma forma, la falta de agua ha sido causa de desaparición de pueblos y culturas.

A pesar de ese valor crítico, la economía ha considerado el agua como una condición previa para el desarrollo, más que como un factor productivo en sí. Probablemente haya que buscar las causas en el desarrollo urbano, donde la disponibilidad de agua y su calidad han condicionado la salubridad e higiene de las ciudades, así como en los sucesivos proyectos de desarrollo agrícola, orientados a mejorar las condiciones de vida del campo y a fijar en él su población. Ambos enfoques han compartido prioridades sociales por encima de las económicas, y quizá no ha sido ajeno a ello que, al menos en España, antes de ser declaradas públicas, las aguas fueran patrimonio del rey.

Algo parecido ha sucedido con los usos energéticos del agua, en los que el agua actúa como portadora de energía o de agente refrigerante. La historia muestra el valor estratégico de los molinos, cuya tradición medieval los reservaba a los señoríos feudales. Molinos, almazaras, batanes, tintes o tenerías eran sistemas productivos basados en la energía hidráulica. Su control y el de los hornos, eran privilegios políticos y elementos eficaces de control social.

La industria que usa el agua como un factor productivo, en tanto que sector de nuevo cuño, ha sido la más consciente del valor económico del agua

No obstante, la consideración del consumo industrial como un consumo urbano y la posición específica de las empresas energéticas, cuyo ascendiente se ha mantenido invariable desde los tiempos de Primo de Rivera, ha tenido su influencia en los equilibrios político económicos del agua.

En Catalunya recordamos el decisivo papel que, en relación al Ebro, tuvieron tanto la central nuclear de Ascó como la implantación de la industria química en Tarragona.

A nivel municipal, más allá del debate general sobre la cobertura de costes por las tarifas, es frecuente que las tarifas aplicadas a las actividades económicas sean inferiores, en coste medio por metro cúbico, a las aplicadas a los consumos domésticos. La tarifa de agua se ha utilizado a veces como señuelo para atraer implantación de actividad.

Algo parecido sucede con la exportación indirecta de agua, ya incorporada al producto. Es el caso de las aguas envasadas, los refrescos y las cervezas, pero también el de los forrajes que se exportan a los países áridos donde producirlos sería mucho más caro. El argumento que relaciona agricultura con autonomía alimentaria se rompe con frecuencia ya sea por la vía de nuestras exportaciones, ya por la dependencia de importaciones esenciales como se está viendo con la crisis de Ucrania. De modo que quizá la imputación de costes al agua agraria debería relacionarse con las prioridades productivas de una mejor autosuficiencia alimentaria real.

Así pues, en materia de agua, la economía sigue siendo subsidiaria de la política.

El debate sobre la escasez de agua me parece artificioso. No es cierto que en España falte agua. Y si lo fuera, no tendría sentido que se subvencionara el uso de un recurso escaso, en especial el destinado a los sectores que más lo consumen y condicionan, el agrario y el energético. Mi impresión es que el debate oculta el afloramiento de la economía, no por encima, sino al lado de la política.

El reconocimiento del coste, la adopción de sistemas tarifarios que lo asuman, y la identificación de usos que son merecedores de ayuda pública, ya sea mediante subvenciones cruzadas, como sucede con muchos sistemas tarifarios urbanos que reconocen el derecho universal al agua, ya mediante subvenciones públicas a determinados sectores estratégicos como podrían ser algunas producciones agrícolas o industriales. Ello, aderezado con un mejor control del recurso y de los sistemas de reconocimiento de costes que dan fundamento a las tarifas.

La tensión sobre el recurso debe entenderse exclusivamente sobre el recurso barato. Está por ver cual es el límite de nuestra capacidad de regulación, no sólo entendida como obra pública, sino en su adecuación a las expectativas realistas que pueden esperarse de nuestro ciclo natural en el futuro y a la distribución razonada de costes en aquello que sea justificable como inversión pública y lo que lo seas como inversión privada amortizable en las cuentas de explotación eventualmente beneficiarias.

También está por ver la forma en que una mejor gestión por parte de la autoridad hidráulica, más diligente que la observada en el Mar Menor o en las grandes zonas húmedas del país, permite recuperar recursos subterráneos hoy puestos en entredicho. Qué duda cabe que la mala gestión también tiene sus costes. El anunciado Plan Nacional de Aguas Subterráneas tiene mucho que decir.